El 17 de febrero de 1600 se levantaba una hoguera en una plaza de Roma.
Un hombre fue atado a ella, y el fuego, encendido. Del moribundo no se
podía oír ni un solo grito. Cuando le mostraron un crucifijo, volvió la
cabeza despectivamente, con un gesto hosco. Quien así moría era el
antiguo monje dominico Giordano Bruno.
Bruno, nacido en 1548 en
Nola, cerca de Nápoles, llamado Filippo -Giordano era el nombre que
tomó al ordenarse- había entrado con quince años en la orden de los
dominicos. Sin embargo, su ardiente amor por la naturaleza, su
carácter, apasionadamente ordenado hacia el mundo, el conocimiento de
los descubrimientos científicos de su tiempo y, en general, su
ocupación de estudios no religiosos, le movieron a salirse de la orden,
un paso inaudito por entonces. A partir de ahí llevó una vida errante,
atormentada e inestable; fue primero a Ginebra, después a Francia, donde
dio lecciones en París, luego a Inglaterra, donde enseñó en Oxford y,
durante largo tiempo, vivió en Londres, en un círculo de amigos y
protectores nobles, de nuevo a París, y de allí a las universidades
alemanas de Marburgo, Wittemberg, Praga, Helmsted, por fin a Frankfurt.
En ningún sitio encontraba la paz, en ningún sitio, a la larga, un
número suficiente de oyentes abiertos a sus nuevas ideas, manifestadas
en sus conferencias y lecciones, apenas un editor que se atreviera a
imprimir sus heréticos escritos. Invitado por un veneciano a esa
ciudad, volvió a su patria por primera vez, después de quince años de
ausencia. Allí, su anfitrión le delató al santo oficio, por cuya
demanda los venecianos le extraditaron a Roma. Tras siete años de
encarcelamiento, sin papel ni pluma para evitar que pudiera crear, fue condenado finalmente a la hoguera, posiblemente,
más por acusaciones de magia que por sus tesis filosóficas.
Los
hombres que le entregaron a las llamas se creían en el deber de
proteger la religión y la moral de uno de sus enemigos más peligrosos;
en lo que se refiere a la peligrosidad de Bruno y de sus ideas, no para
la religión, pero sí para muchas doctrinas fundamentales de la teología
de entonces, tenían razón. No pudieron impedir que las ideas de Bruno,
y el ejemplo que dio de extremada firmeza y fidelidad a sus
convicciones, siguieran teniendo efecto. Así ocurre casi siempre en la
historia; al menos en el pasado, pues nuestros días conocen métodos
mucho más perfeccionados de represión espiritual. Bruno escribía en su
lengua materna, el italiano. Algunas de sus obras son: De la causa, del
principio y de lo Uno, Del universo infinito y de los mundos, La cena
del miércoles de ceniza, Expulsión de la bestia triunfante y de los
heroicos furores.
Giordano Bruno
Nicolás de Cusa
Si el Cusano (Nicolás de Cusa) había
anticipado en el pensamiento la revolución en el modelo del sistema
solar, llevada a cabo por Copérnico, Bruno conoce las ideas de éste, y
las asumió conscientemente; pero a su vez, da un paso especulativo más
allá de éste, y pronuncia algo que la investigación posterior ha
confirmado: Copérnico reconocía nuestro entorno celeste más próximo
como un sistema, sin embargo, dejaba existir el cielo de las estrellas
fijas como una bóveda inmóvil. Bruno lleva la idea más lejos. Merced a
una intuición literaria, Bruno ve el universo como una infinidad
inmensurable, repleta de innumerables soles, estrellas y sistemas, sin
límites y sin centro, en movimiento constante. El pensamiento de un
universo infinito lo había tomado del Cusano, del que habla con la
máxima admiración. Pero no se limita a asumirlo; Bruno lleva la idea
hasta sus últimas consecuencias y le da por su boca una profundidad y
un significado totalmente nuevo.
Lo mismo vale para los
pensamientos que Bruno tomó en gran número, además de su antecesor
espiritual más próximo, el Cusano, de otros filósofos; de los antiguos
–entre ellos, principalmente, el poema de Lucrecio, que convenía
particularmente a su propio natural poético, mientras que a Aristóteles
le combate como maestro de la escolástica- y de la filosofía de la
naturaleza del Renacimiento, de la cual nombraremos para esta ocasión,
a los dos nombres más importantes. En Alemania hay que mencionar, sobre
todo, al médico y filósofo de la naturaleza Teofrasto Bombasto von
Hohenheim, llamado Paracelso (1493-1541), que tuvo una vida igual de
movida que la de Bruno, pero con un final menos trágico. Paracelso veía
la medicina en el marco global de una imagen del mundo de filosofía
natural, aportándole a ella y a la química una plétora de fructíferos
pensamientos y sugerencias. Paracelso influyó, entre otros, en Francis
Bacon y en Jakob Böhme. Su significado para la historia del espíritu
sólo se ha reconocido plenamente en tiempos recientes. Junto a él está
Jerónimo Cardano (1500-1576), a quien puede llamarse el Paracelso
italiano. También él fue médico y filósofo de la naturaleza, y
pronunció muchas veces los mismos pensamientos, en cierto modo
infundados, que Paracelso. Este era, sobre todo, práctico; Cardano, más
teórico y con intereses científicos; y mientras Paracelso era un hombre
del pueblo, una naturaleza ingenua y combativa, que sólo escribía en
lengua alemana. Cardano era un aristócrata de formación, que incluso
prohibía que se trataran las cuestiones científicas en la lengua del
pueblo, y quería mantener a este alejado de todo saber. A ellos les
siguen otros dos italianos: Bernardo Telesio (1508-1588) y Francesco
Patrizzi (1529-1591). No vamos a exponer en detalle la obra de estos
hombres. A todos les es común el haber entrado en conflicto con la
dogmática eclesiástica a causa de sus teorías: Paracelso, contemporáneo
de Lutero en Alemania, en abierta y agria polémica; los italianos, más
disimuladamente.
Con el pensamiento de la infinitud del
universo, Bruno unifica el de la unidad dinámica y el de la eternidad
del mundo. El mundo es eterno porque, en él, sólo las cosas
individuales están sometidas al cambio y a la caducidad, pero el
universo como un todo es el único ente y, por ello, indestructible. El
mundo es una unidad dinámica por que todo el cosmos constituye un gran
organismo vivo, y es dominado y movido por un único principio.
Giordano
Bruno dijo: "Así, el universo es único, infinito e inmóvil (….) No es
creado, pues no existe ningún otro ser que él pudiera anhelar o
esperar; tiene todo el ser en sí. No perece, pues no existe ninguna
otra cosa en la que pudiera transformarse. El mismo lo es todo. No
puede crecer ni disminuir, pues es infinito: e igual que no puede
añadírsele nada, tampoco nada puede quitársele".
Al principio
que todo lo domina y anima lo llama Bruno Dios. Dios es el concepto
global de todos los contrarios, lo más grande y lo más pequeño,
infinito e indivisible. La posibilidad y la realidad en uno. Semejante
representación de Dios procede aún del Cusano, y se corresponde con él,
de quien Bruno toma también la fórmula de la coindcidentia opositorum.
Y como muestra la obra del Cusano y el pensamiento de la mayoría de los
místicos, sigue siendo perfectamente conciliable con las doctrinas
cristianas fundamentales.
Lo que resulta inconciliable con el
cristianismo, sin embargo –aparte del pensamiento de la eternidad de la
creación-, es el modo en que Bruno describe la relación en Dios y el
mundo. Rechaza la opinión de que Dios gobierne el mundo desde fuera,
como un conductor el tiro de los caballos. Dios no está por encima y
fuera del mundo, está en el mundo, actúa como el principio que lo
anima, tanto en el todo como en cada una de sus partes.
Sin duda
Bruno ha tenido influencia en la construcción de la Masonería moderna,
así ha expresado: "Buscamos a Dios en las leyes inalterables e
inflexibles de la naturaleza, en la venerable disposición de un
espíritu que se rige por estas leyes (¡Cuán cercano queda aquí el
principio kantiano del cielo estrellado y de la ley moral!), le
buscamos en el resplandor del sol, en la belleza de las cosas que nacen
del seno de nuestra madre tierra, el verdadero destello de nuestro ser,
en la visión de innumerables estrellas que lucen, viven, sienten,
piensan, en el limbo inconmensurable de un cielo, y le cantan alabanzas
al que es todo bondad, todo uno, al supremo".
Todo el cosmos
está animado, animado de Dios, y Dios está sólo en el cormos y en
ninguna otra parte, es esta la equiparación de Dios y de la naturaleza que
se llama panteísmo.
Hasta qué punto Bruno se estaba oponiendo
con esto o con otras cosas a la Iglesia, incluso al cristianismo en
general, es algo de lo que él era muy consciente. Reiteradamente,
califica su intuición como la más antigua, es decir, la pagana. Lo que
constituye su particular posición en la historia es, precisamente, que
él, a partir de los pensamientos que bullían confusamente en muchas
cabezas de su tiempo, extrajo las consecuencias, les dio expresión y
los profesó abiertamente. Claro que no les dio expresión en un sistema
acabado, sino con exaltación poética, en una poesía arrebatada, ebria
del poder de lo intuido interiormente. Se comprende que Bruno no
encontrara lugar donde quedarse, ni en círculos con mentalidad poco
eclesial, ni tampoco en el protestantismo.
Entre los pensadores
en los cuales la influencia de los pensamientos de Bruno es manifiesta
están Leibniz, con su teoría de las mónadas, que se remonta hasta el
Cusano y que tomó de Bruno; está, sobre todo, Spinoza, y además los
HH.: MM.: Goethe y Schelling.
Al recordar el martirio de Giordano Bruno, que sin duda simboliza su amor a la
Ciencia y a la Virtud y su desprecio a la mentira, el fanatismo y la
ignorancia, conjuntamente con la hipocresía — que mata y llora–,
retemplemos nuestro juramento de masonesde cumplir con nuestra misión
de combatir a la ignorancia bajo todas sus formas, y ser fieles a las
enseñanzas de la Masonería que constituye una escuela de enseñanza
mutua, cuyo programa se encierra en los siguientes lemas: obedecer las
leyes del país, vivir con honra, practicar la justicia, amar a sus
semejantes, y trabajar sin cesar por la felicidad de la humanidad y por
su progresiva y pacífica emancipación.
Giordano Bruno